En 2002, fui por primera vez a China, un año después de que el Comité Olímpico Internacional otorgara los Juegos Olímpicos de Verano de 2008 a Beijing. Ese viaje inicial fue sobre explorar la naturaleza, la gastronomía, los templos antiguos, los sitios arqueológicos y, en general, experimentar los estilos de vida en el país, principalmente fuera de sus ciudades más importantes. Fui motivado por la pura curiosidad de un turista occidental impulsado a ir a un país oriental en busca del mundo antiguo, de lo exótico, con la esperanza de vislumbrar una rica cultura tradicional en la cúspide de su inevitable transformación radical. En ese momento, no había arquitectura moderna -o más bien contemporánea- en China, sobre la de que hablar. Solo había los primeros indicios prometedores del desarrollo de un potencial lenguaje arquitectónico nuevo que estaba siendo emprendido por solo un puñado de arquitectos independientes casi completamente por debajo del radar.