A Juan Navarro Baldeweg le gustaba imaginar su obra dentro de una habitación onírica, donde las siluetas de sus edificios se perciben recortadas sobre un horizonte de fugas visuales y, en cuyo centro de confluencia, se encuentra el espectador. Ambicionando, además, que sus exposiciones, si no antológicas, sean al menos acumulativas; invitándole a vagar y trazar entre sus piezas trayectos afines que las engarzan cual eslabones de un mismo medio expresivo o distintos ademanes formales.
Frente a la rectitud de las actitudes clasicistas y la síntesis moderna en torno a lenguajes artísticos, Navarro Baldeweg, para desconocimiento de muchos, enarbola el cultivo simultáneo de diversas disciplinas, a veces contrapuestas, y distintas artes. Un moverse sin preferencias ni fronteras en el amplio espectro de las prácticas artísticas que, en su momento, presagiaba procederes hoy en día extendidos, como el nomadismo y las poéticas del “entre”. Ese nomadismo no nace de una actitud oportunista, sino de un impulso creador, de un ojo inquieto, de una mirada educada… En definitiva, del trabajo de un artista total.