El fin de la graduación suele dejar un vacío en la vida del arquitecto recién formado. No podría ser diferentes, pues al final, después de cinco años (o más. Bueno, generalmente más) conviviendo con los mismos amigos, colegas y profesores, es natural que el paso de la vida académica a la profesional esté acompañada por un sentimiento de nostalgia de las largas discusiones en los pasillos de la facultad, de los trasnoches de taller, de las fiestas, y sobre todo, de la rutina del estudiante.
La ruta más común luego de recibir el diploma es enfrentar el salvaje mercado laboral. Buscar un empleo en una oficina y pasar un tiempo conociendo las entrañas de las oficinas y empresas de arquitectura parece ser una de las opciones que más atraen el interés de los flamantes arquitectos. La idea de abrir un negocio propio en un futuro a largo plazo parece compensar esos años de dedicación a proyectos que no siempre son de nuestro gusto o no están alineados con la visión de aquellos que acaban de salir de la universidad.