La arquitectura no ilustra o imita ideas nacidas de la filosofía, de la literatura, de la pintura o de cualquier otra forma de representación artística; sino que constituye un modo de pensamiento por derecho propio: el pensamiento arquitectónico. Dicho modo de discurrir, de hacer, necesita de sus propias herramientas como único medio por el que traducir todas esas ideas en algo concreto, en algo real, capaz de comunicar por sí mismo. Una de esas herramientas, tal vez la más indispensable, es el dibujo.
El proceso de proyecto comienza con una idea inicial que se desarrolla durante un tiempo. Proyectar tiene que ver con avanzar, para posteriormente retroceder. Así con cientos de ideas. Una sucesión de múltiples comienzos. Tiene que ver también con una exploración existencial, en la que se fusiona el conocimiento profesional, las experiencias vitales, las sensibilidades éticas y estéticas, la mente y el cuerpo, el ojo y la mano; así como toda la personalidad y la sabiduría existencial del propio arquitecto. Somos lo que vemos y conocemos. Dentro de esta búsqueda, de la sucesiva acumulación de capas de información, la incertidumbre suele ser un recurrente y fiel aliado. Incertidumbre positiva. Lejos de acabar con nuestras aspiraciones proyectuales, la inseguridad y la incertidumbre se convierten en íntimas amigas, hasta el punto de llegar a atribuirles inteligencia propia.
Así, finalmente, llegamos al producto final, a la obra, al edificio, a la arquitectura. Una buena obra arquitectónica gusta de ser capaz de comunicar un conjunto complejo e invisible de impresiones, o sensaciones ideadas; tales como experiencias de movimiento, peso, tensión, dinámica estructural, contrapunto formal o ritmo, que para nosotros se convierten en la medida de lo real. Entre el espacio y el usuario que lo experimenta nace una resonancia y una interacción; siendo ubicado en infinitud de puntos que conglomeran el “aura” de la obra. Una reflexión creativa en arquitectura rara vez es un descubrimiento intelectual instantáneo, sino que deviene de la repetición, la seriación de una idea que, tras sucesivos comienzos, va deshojando la flor del proyecto arquitectónico.
Para llegar a este punto, al de lo real, lo tangible, lo edificado; precisamos de herramientas, como comentaba anteriormente. Hacer bocetos y dibujar constituyen ejercicios espaciales y táctiles que fusionan la realidad externa del espacio y de la materia, y la realidad interna de la percepción, del pensamiento y de la imagen mental. En ese proceso de traducir esa idea volátil, poco consistente; en algo que tiene forma, presencia, que habla; la mano es indispensable. Ramón y Cajal aconsejaba a sus alumnos de medicina que acudieran a clase con su estuche de acuarelas, porque dibujar es un proceso de observación y de expresión; de recibir y dar al mismo tiempo; un dibujo mira hacia dentro y hacia fuera al mismo tiempo. El escritor y crítico británico John Berger comentaba al respecto:
Cada línea que dibujo reforma la figura en el papel y, al mismo tiempo, redibuja la imagen en mi mente. Y aún más, la línea dibujada, redibuja al modelo, porque cambia mi capacidad de percepción. Cuando dibujo un árbol, el dibujo registra el modo en cómo se ve y se experimenta el árbol
En inglés, la palabra dibujo (drawing) significa también extraer; señalando esa capacidad inherente del dibujo como un medio de substraer, de hacer patentes y concretas unas imágenes mentales internas, a la par que se es capaz de registrar el mundo exterior. La creencia, recurrentemente implantada, de que el dibujo y la pintura son actividades puramente visuales, es completamente irreal e irrisoria.
Tanto en la escritura como en el dibujo, el texto y la imagen necesitan emanciparse de un sentido preconcebido de propósito, de un objetivo y un camino. En lugar de imponer una idea, el proceso de pensamiento se torna en un acto de espera, de escucha, de colaboración y de diálogo. Un proceso lento, estirado en el tiempo cuan sea necesario. Todo lo contrario a la agitación y el timming que cunde hoy día, donde impera la respuesta rápida y la acumulación banal de imágenes predefinidas. El impacto ambiental del ordenador empezó con los propios estudios de arquitectura. Gracias a su potencia para almacenar datos, la mayoría de los muebles de la oficina tradicional y, por consiguiente, de sus metros cuadrados correspondientes, se han hecho innecesarios. Los tableros de dibujo y los amplios estudios de diseño, con sus armarios para almacenar planos y las máquinas para reproducirlos, se han quedado casi obsoletos.
Para entender el alcance que ha tenido en el gremio, podemos hacer un símil con la Revolución Industrial: antes de que esta explotase, los edificios no eran más que caparazones estructurales con una distribución de estancias que correspondían a diferentes usos. Sin embargo, con el paso del tiempo, se fueron incorporando gradualmente sistemas de fontanería e iluminación, ascensores, calefacción y aire acondicionado, sistemas de comunicaciones y, más recientemente, de vigilancia y seguridad. En pocas palabras, los edificios llegaron a ser máquinas, además de construcciones.
La máquina releva a la máquina. Dicha transición se ha producido también en el propio proceso de proyecto. Atrás quedan los tiempos del buen hacer artesanal de la Bauhaus: “arte y tecnología, una nueva unidad”. Donde imperaba el esfuerzo por volver al trabajo manual, por romper las arrogantes barreras que separaban a artistas y artesanos. Insto a romper la nueva barrera que nos divide: la del pensamiento frígido y omnisciente del ordenador; y la del trabajo táctil, manual. Regresar a la mano. Entender las virtudes del nuevo modelo informatizado, pero no por ello caer en la inopia de la idea, del tándem mente-mano.
¿Cómo proyectarán los arquitectos dentro de 20 años? ¿Seguirán realizándose maquetas arquitectónicas? ¿Se seguirán vendiendo Moleskines, Pilots y portaminas? Un futuro incierto; en el que, tal vez, programas como Rhinoceros/Grasshopper o Autocad/Revit sustiruirán a ese Moleskine, y 3ds Max o SketchUp al trabajo con maquetas.