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Arquitectos: Warm Architects
- Área: 172 m²
- Año: 2018
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Fotografías:César Béjar
¿Qué quiere ser una casa? - Louis Khan De un tiempo para acá Cancún ha empezado a distinguirse por una arquitectura que ha peleado por generarse una identidad estética local que se ha complementado muy bien de la de su vecina Mérida. Terrenos sencillos, ortogonales y no muy grandes –principalmente de 180 a 350 m2- permiten que parejas o familias primerizas disfruten de la vida de la península a través de la arquitectura y el diseño; una arquitectura que se vuelve local, coherente y da cabida a una belleza originaria de donde está desplantada. WARM es un despacho joven que ha apostado por una arquitectura que hable, que diga cuál es su sitio y que le dé la vuelta a lo que es –o era- la arquitectura residencial en Cancún.
Es así como llegamos a Monteblanco 26, una casa de 300 m2 en disposición rectangular que más que hablar suspira, suspira y lo hace a través de muros y vanos, de potentes blancos y colores crema, a través de la nada que la adorna y de un uso impecable de materiales locales como lo son la madera, el “sas-cab” o piedra blanca de la región, el concreto maya, además de estucos, gravas, pastas y por supuesto el Chuk-um, una resina maya que funciona como complemento al concreto, todo esto aunado a una ejecución pulcrísima que recuerda un poco a la arquitectura mediterránea o portuguesa de Fran Silvestre, Aires Mateus o al mismo Campos Baeza. La casa es un solo bloque perforado varias veces de manera horizontal y vertical haciendo que aparezca el elemento principal que la constituye, el leitmotiv de la composición arquitectónica: el vano, el hueco, el agujero en el muro y en el techo, es decir, la ventana. La experiencia dentro de la casa se vuelve entonces un juego de encuadres –te veo, me ves, me asomo, te asomas-, donde los distintos elementos, tanto del exterior como del interior, se van mostrando y escondiendo: una ceiba en un jardín de afuera, la alberca que se presume como estanque, el patio y la jardinera en el acceso de la casa y de pronto, el cielo, el cielo como remate de una vista diferida, el cielo que se asoma, el cielo que se refleja, el cielo que en la noche se va a esconder entre luces blancas, azules y amarillas.
La casa entonces comienza a hablar, a tratar de decir con los muros y con los vanos, con su iluminación cálida y fría, con sus azules y blancos y con esos dos vacíos iniciales que bien podrían ser patios pero que más bien son ventanas, ventanas donde entra el aire, la luz y en el segundo incluso el agua, volviéndolo un espejo que te encierra, una fuente que te refresca o una alberca que te obligará a meterte y asomarte a ver el sol y el cielo. Si habitar es un acto poético, esta casa muy bien lo evidencia: el interior de un Cancún más sereno, tranquilo y libre, de una familia. Una casa que pareciera casi hermética al exterior pero que algo guarda en su interior y lo dispara hacia el cielo; una casa que demuestra que el vivir es un acto complejo, que dormir, comer y ver la televisión son sólo la superficie de una actividad que va más allá de la cotidianeidad, que vivir es también sentir, reflexionar y estar en calma, que la función, más que una disposición práctica o mecánica, es una oportunidad de trascendencia, la función simbólica, la función humana, la función trascendental.