Con motivo de la reciente XXI Bienal de Arquitectura de Chile, Juan Pablo Urrutia, miembro del equipo curatorial conversó con el arquitecto español Andrés Jaque, fundador de Office for Political Innovation, cuya oficina explora el cruce entre lo cotidiano, y lo político en el diseño arquitectónico.
Titulado originalmente El poder de la arquitectura. Diseño realista instalado en lo mundano en el catálogo oficial de la Bienal de Chile, en esta conversación Urrutia y Jaque conversan sobre la arquitectura desligada de lo suprarrealista. "En mi trabajo hay un gran interés por hacer y pensar la arquitectura como una práctica integrada y activa en lo social", plantea Jaque.
Juan Pablo Urrutia (JPU): Para comenzar, nos gustaría saber tu opinión sobre lo constante, en el ámbito de la arquitectura —en el circuito donde se discute, cuestiona, valora y premia ese espacio formal—, de la tendencia a destacar aquello alejado de lo cotidiano, de nuestra realidad diaria y doméstica, estando más bien asociado a la cultura edilicia que refleja acumulación de poder o riqueza, olvidando —u ocultando— todas aquellas condiciones comunes y sistemas que definen nuestras vidas. ¿Por qué crees que la arquitectura se mantiene en un discurso asociado a la concentración del poder y el recurso?
Andrés Jaque (AJ): La arquitectura es una práctica relacional, una práctica en la que siempre se opera sobre tejidos existentes, tejidos sociales de los que forma parte. Esto hace que no sea posible una arquitectura sustraída de lo ordinario o de lo real. Pero eso no significa que los discursos de la arquitectura, necesariamente, movilicen esta participación de lo arquitectónico en lo ordinario como material crítico. Hay una disputa entre aquellas arquitecturas que son capaces de reflexionar sobre su realismo y otras que tienen que sublimarlo o enmascararlo, intentando evadirse del escrutinio crítico pragmático y mundano.
Yo siempre he huido del típico recurso —muy habitual en la arquitectura— de invisibilizar la complicidad con los poderes hegemónicos por medio de la sublimación, de la aparente desvinculación con lo mundano. Es muy habitual presentar la arquitectura como algo suprarrealista, como estrategia para no tener que discutir su convivencia con los poderes dominantes. Esto tiene sus orígenes en un conflicto muy concreto en la modernidad: la eliminación de la narrativa en arquitectura en favor de una abstracción sin historia ni contexto, tal como proponía Werner Sombart, que tuvo tanta influencia en la Deutscher Werkbund. En realidad, el planteamiento que hacéis en la Bienal se instala en este conflicto, en la manera en que la arquitectura puede no sólo operar en la realidad —que es algo inevitable—, sino dotarse de un discurso para que esta participación en lo real, o esta dimensión real de la arquitectura, pueda ser políticamente activa y escrutada. Creo que mucha gente, desde diferentes metodologías y posiciones, está abordando eso ahora mismo. Vosotros lo estáis haciendo con esta Bienal.
JPU: ¿Te sientes inscrito en alguno de esos bandos de la disputa?
AJ: Bueno, yo creo que todos lo estamos, aunque no queramos. Es una condición contemporánea operar dentro de esa coyuntura. Incluso, cada uno de nosotros ocupamos diferentes posiciones simultáneamente. Personalmente, en mi trabajo hay un gran interés por hacer y pensar la arquitectura como una práctica integrada y activa en lo social, que moviliza y afecta simultáneamente diferentes escalas de construcción de lo colectivo.
Por ejemplo, el trabajo que hicimos sobre el Pabellón de Barcelona de Mies van der Rohe y Lilly Reicht, Phantom: Mies as Rendered Society, partía de la imposibilidad de interpretar la arquitectura, incluso la del pabellón, como algo extraordinario. O mejor dicho, la imposibilidad de pensar que lo extraordinario, lo que acumulaba capital cultural y político, surgía de la evacuación de lo ordinario, de su abandono del realismo. Lo que nuestro trabajo mostraba es que el valor cultural, material y político de una obra como el Pabellón de Barcelona es su capacidad de movilizar tejidos socio-materiales mundanos que rebasan la concreción del propio pabellón. Es un trabajo basado en la identificación y puesta en valor de la manera en que la arquitectura depende de diseños que operan a diferentes escalas. La arquitectura está siempre socialmente situada. Es, en sí misma, la composición de los tejidos relacionales que la constituyen. Es siempre una construcción colectiva e inter-escalar, una composición en la que múltiples agentes generan dependencia e interactúan entre sí.
Eso es lo que a mí me interesa, y lo que mi trabajo explora. La arquitectura consiste en articular en marcos político-sociales las relaciones entre las multitudes de entidades diversas, que rebasan los límites del objeto. Esto es lo que hacemos los arquitectos: básicamente, producir, intervenir y contribuir a la fabricación del mundo ordinario a través de una labor de rearticulación, de reconexión, de invención y anunciación de vinculaciones alternativas entre unas entidades y otras.
Cuando empezamos a trabajar en el Pabellón de Barcelona, estos vínculos surgían inevitablemente en el mismo momento en que empezábamos a seguir la pista de cómo la realidad se daba en el día a día, en los cuidados y reproducciones de las que dependía la existencia del edificio. Y nuestro trabajo consistió simplemente en reorganizar y resituar espacialmente estos procesos, de manera que pudiesen ser críticamente percibidos, experimentados y analizados por los públicos del pabellón. Nos interesaba precisamente operar en esa conexión entre la cotidianeidad y los discursos para hacer que estos se empapasen del realismo que la arquitectura inevitablemente movilizaba.
Respondiendo a la pregunta que planteas, el reto ahora es responder: ¿cómo reconectamos los discursos académicos y los discursos profesionales con la realidad de la que la arquitectura es parte?
JPU: Es interesante plantear esa condición de realidad en el marco de la disputa. Hay discursos y prácticas que tienen pavor a la realidad, por lo cual terminan anulándola, limitándola, o desconociéndola. En tu tesis doctoral, cuando enuncias que la crítica arquitectónica ha ido más bien al hecho de la reconstrucción del Pabellón [de Barcelona] pero ha olvidado el sótano, y qué significa el sótano, es porque a esos discursos no les acomoda esa realidad, la que en sí misma termina como una ficción. Ahora existe otra manera de ser leída, pero con una realidad incómoda.
Desde ese punto de vista, ¿qué es lo que te ha llevado al desprejuicio para no caer en ese discurso enmascarador —o para no dejarte llevar por él— al abordar como tema central en tus trabajos la arquitectura cotidiana o la cultura pop? Estas dimensiones que no están en discursos convencionales, como la de una aplicación para concertar citas, los modelos de consumo reflejados por una gran tienda de retail o el activismo cultural, son agentes, sistemas y procesos —incómodos para algunos— que están en nuestra realidad cotidiana pero que, gracias a tu desprejuicio, se visibilizan al ser la materia prima de tu trabajo. ¿Qué es lo que crees que genera ese desprejuicio? ¿es una condición necesaria para poder abordar la realidad desde esa perspectiva?
AJ: La arquitectura es una actividad relevante. Está en el centro de las grandes coyunturas y desafíos de nuestro tiempo. Las crisis climáticas, la desigualdad, las tensiones fronterizas, el crecimiento de las economías offshore, el colonialismo, las crisis de biodiversidad. Todos estos conflictos que están diariamente en la primera página de los periódicos ocurren con el protagonismo de muros, de infraestructuras de tratamientos de residuos, de interiores domésticos, de accesos a flujos de agua, de energía, de aire. Los dispositivos arquitectónicos ya forman parte, y son importantes actores en la producción de los grandes temas que están ahora mismo desafiando al planeta. Todas estas formas de arquitectura, su presencia en las disputas y en las alianzas que marcan la agenda de muchas realidades del planeta, dan muestra de cómo nuestras prácticas están inevitablemente inscritas en contextos políticos específicos, en los que los dispositivos arquitectónicos contribuyen negociando su propia agencia. Hacerse cargo de esta participación en la fabricación del mundo ordinario —o no hacerlo— es una cuestión de responsabilidad política. No hacerlo supone un escapismo por parte de los arquitectos, lo que fomenta la irrelevancia de las prácticas arquitectónicas. Yo, desde luego, intento militar contra esta irrelevancia de una manera muy pragmática, buscando fórmulas para que las prácticas de diseño y de crítica arquitectónica puedan tener un efecto. Intento intervenir a través del diseño estas realidades urgentes que marcan la agenda política.
En referencia a tu pregunta, creo que no existe la opción de actuar ni desde el prejuicio, ni desde el desprejuicio. Yo soy partidario de ser pragmático y operar allí donde las cosas están ocurriendo, con las herramientas que pueden permitir que la arquitectura intervenga esas realidades. No tenemos tiempo para perder en dinámicas escapistas. Creo, simplemente, que como en cualquier otra profesión, tenemos que centrarnos allí donde podemos ser útiles y nuestra presencia pueda generar un valor político.
JPU: Si las herramientas que manejamos como arquitectos pudieran simplificarse a dos campos, al de la práctica y al de la crítica —en los mejores casos, cuando a través de la práctica puedes hacer crítica o viceversa—, ¿existe un desequilibrio a favor de la práctica entre el volumen de arquitectos? ¿Estarían limitadas nuestras herramientas profesionales desde el momento en que nuestro trabajo en general es comisionado por otros?
AJ: En los últimos años, la arquitectura ha tenido que responder a una segmentación profesional muy inocente, basada en nichos de trabajo segregados, que diferencian entre arquitecto diseñador, arquitecto teórico o crítico, arquitecto artista, arquitecto que construye o no construye. Esas categorías no han funcionado. Nunca han sido capaces de contener las prácticas arquitectónicas más interesantes y relevantes. Es muy importante negar la vigencia de esos bordes, porque ninguna práctica interesante —las que han resultado efectivas generando alternativas— ha podido operar dentro de esas categorías. Si miramos la obra de Le Corbusier, de Cedric Price, de Lina Bo Bardi, de tantos otros, sería muy difícil ubicarlos en alguna de estas prácticas.
Para mí no hay distinción entre diseño y prácticas críticas. En proyectos de mi oficina, como la Casa Sacerdotal de Plasencia, los Escaravox, la Fundación Thyssen-Bronemisza o el Colegio Reggio, entendemos el diseño como una práctica que al mismo tiempo interroga, investiga, es activista y, por supuesto, genera transformaciones del medio construido. Con ello nos movemos en las fronteras entre muchos campos disciplinares y profesionales. No es algo único. Existe toda una genealogía de arquitectos que han tenido que operar en esas fronteras para poder ganar la capacidad de intervenir realidades a las que de otra manera sería imposible acceder.
Volviendo a tu pregunta, respecto a esta especie de dependencia del encargo, es importante establecer un discurso que disienta de la estrategia comercial de las oficinas de arquitectura. No podemos delegar en estrategias comerciales convencionales la responsabilidad de generar posiciones críticas. Las prácticas empresariales pensadas para optimizar el beneficio y asegurar el crecimiento son una parte pequeña del ecosistema de prácticas arquitectónicas. Para mí, es importante entender que el discurso de la arquitectura es mucho más amplio y más complejo, y que sobrepasa el arte de las pequeñas estrategias orientadas a ganar concursos o a conseguir encargos. Por supuesto que hay circunstancias prácticas que dan viabilidad a un proyecto concreto, pero cuando miramos con más cuidado, las trayectorias arquitectónicas tienen mucho más que ver con la posibilidad de generar una aproximación o una inteligencia que sea capaz de reinventar realidades socio-tecnológicas necesitadas de una transición. Cuando vemos, por ejemplo, la obra de Heinrich Tessenow, vemos que independientemente de la relación que tenía con los promotores de la Hellerau Gartenstadt, su proyecto tenía que ver con la creación de un centro en Europa, un centro que tuviese la capacidad de homogeneizar las comunidades como aplicación de las teorías de Karl Schmidt para la política como una prevención del conflicto armado.
Respondiendo de otra manera, diría que una de las cosas más interesantes que está ocurriendo ahora es que las prácticas arquitectónicas están siendo redefinidas por generaciones nuevas, que están empezando a trabajar de otra manera: en trabajos que sin ser paternalistas están próximos al activismo, que están encontrando grandes nichos para actuar, la posibilidad de asociación y de interpelación con organizaciones intergubernamentales, agencias públicas y grupos de presión o de investigación y desarrollo independientes. También, prácticas que son más colectivas, que están trabajando en la apertura de procesos más participativos, prácticas con diseño online o diseño distribuido; prácticas en las que las policies y los marcos regulatorios son la verdadera obra de diseño. Todas esas prácticas desafían a las categorías con las que empezamos esta discusión. Y desafían también las relaciones, la hegemonía o el protagonismo de la relación promotor-arquitecto, las que han marcado un tipo de práctica arquitectónica que durante las últimas dos décadas ha ganado una visibilidad probablemente desproporcionada a su importancia.
JPU: ¿A qué crees que responden estas nuevas prácticas? ¿Por qué se detonan? Algunas especulaciones las asocian a la crisis subprime, que impactó en gran medida al sector de la construcción. Este hecho habría estimulado la reinvención de una nueva generación de arquitectos españoles que indagaron y exploraron prácticas inusuales de la arquitectura, con un vínculo mucho más directo con la realidad, la contingencia y la comunidad, y no sólo con aquella arquitectura que se celebraba en las últimas décadas ¿Tendrá que ver con ello esta reorientación?
AJ: En realidad, creo que no podemos asumir el discurso de las entidades financieras como el único discurso que permite explicar esta evolución. Se olvida que esa es una crisis más, entre otras mucho más importantes. En el 2008 se dio una crisis financiera que fue importante, pero más importante que eso fue la crisis previa de la confianza en la globalización. Las crisis medioambientales se están anunciando desde los ‘70 y, por supuesto, a finales de los ’90, ante la gran certeza del calentamiento global y sus efectos, empezaron a cuestionar y a ensayar alternativas a la lógica del crecimiento, cuestionando los pilares de la economía neoliberal que habían surgido en los ‘80. La crisis del Estado-nación y de los patriarcados se manifestaban ya en las revueltas del ‘68. En Europa, en ese momento, hubo una caída en picada de la fe en la viabilidad del Estado de bienestar por parte de sectores conservadores, pero también en una parte de los progresistas y de los arquitectos que abrazaban la informalidad y la desregularización, sin advertir los efectos que esto tendría a largo plazo. Esto desencadenó políticas muy agresivas contra el espacio público y contra las grandes instituciones que habían alimentado a la arquitectura de la posguerra.
Por tanto, la crisis financiera es un accidente más en un ecosistema que menoscabó algunos de los pilares en que, al mismo tiempo, se estaba construyendo la arquitectura de la globalización y la arquitectura de las estrellas. Este ha sido el caldo de cultivo para que hayan surgido otro tipo de prácticas, pero es importante decir que estas prácticas en buena medida, también fueron producto de la opulencia que permitió una gran exuberancia en la construcción de edificios vinculados a esa gran arquitectura de firmas, de grandes gestos. Como efecto secundario, esta burbuja generó el clima de oportunidades que nos permitieron a muchos plantear posiciones críticas y experimentar desobediencias y alternativas. Este gran conjunto de instituciones en crisis ha sido el contexto en el que prácticas como la nuestra, la de la Oficina de Innovación Política, han aparecido.
En términos de arquitectura, lo que se ha puesto en cuestión es la posibilidad de que los edificios sean entendidos como objetos autónomos. Se ha puesto en crisis la arquitectura que opera en una única escala. Se ha puesto en crisis también la posibilidad de una arquitectura inocua y la posibilidad de una arquitectura globalizada. También se ha puesto en valor la necesidad de problematizar la formar en que la arquitectura se sitúa en contextos socio-políticos, y se ha puesto en crisis el propio papel del arquitecto, ensayando transiciones de la idea del genio que se relaciona con el exterior a través de su mundo personal, a la de los arquitectos como mediadores entre tejidos sociales ya constituidos, que dependen de la evolución arquitectónica de su medio.
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