Los arquitectos Rafael Pina y Nicolás Maruri, desde el Colectivo ARKRIT, reflexionan sobre los campos de fútbol en medio de las localidades de adobe y tapial en Alto Atlas, Marruecos. Espacios que apenas han trasformado el territorio, se integran y funden en la topografía al realizar modificaciones y acciones mínimas para su único y simple objetivo; jugar.
Para construir es necesario movilizar recursos materiales y medios humanos y, necesariamente, transformar el territorio. Construir utilizando lo disponible es una posición que puede venir impuesta por una actitud ética, pero también por una situación de necesidad. El resultado, en ambos supuestos, suele ser económico y adecuado. El consumo de recursos es mínimo y su adaptación al medio una consecuencia natural.
En los valles del Alto Atlas, en Marruecos, existe una arquitectura ancestral de fuerte arraigo local, elaborada con técnicas de adobe y tapial que manifiestan una magistral integración con el entorno y el clima. Los volúmenes de las edificaciones quedan determinados por los anchos que permiten los rollizos de madera disponibles para construir los forjados y las cubiertas, así como por la estabilidad y la resistencia que ofrecen los muros que resulta posible ejecutar con las técnicas tradicionales y los materiales locales.
Los poblados del Alto Atlas, alguno de ellos declarado Patrimonio de la Humanidad, presentan un tejido homogéneo y armónico, formado por volumetrías cúbicas entre las que suele destacar un bastión utilizado como granero y fortaleza (ighrem), construido mediante una técnica mediante la cual se entrelazan la madera y la piedra para lograr una mayor esbeltez y resistencia de los muros. En estos poblados, también se observan algunos edificios de reciente aparición como escuelas o dispensarios médicos, algunos con techos metálicos, y mezquitas, estas últimas con volúmenes y colores claramente disonantes.
Junto a esas nuevas expresiones de mejora, socialmente necesarias, aparece una intervención producto de la voluntad asociada de algunos habitantes: el campo de futbol. Un producto genuino de la cultura internacional y de la mundialización. Campos construidos con el mínimo aporte de materia y energía, y que apenas transforman el territorio.
Los campos de futbol del Alto Atlas no tienen gradas, están pensados como espacios de acción y no para la observación o el espectáculo. Su superficie no es de hierba, su superficie es igual a la del terreno donde se implantan y se “delimitan”. Un terreno que se limpia de las piedras de mayor tamaño, descubriéndose como una superficie extrañamente lisa y en el que sus límites se aprecian por la reaparición de la rugosidad natural. El elemento que transforma el significado del espacio es la colocación de los tres palos que definen una endeble y escasamente reglamentaria portería, tres troncos de madera de extraordinaria ligereza y fragilidad. Estos campos hay que escrutarlos en el territorio, no se ven con facilidad, suponen una leve transformación equivalente a la energía consumida en su construcción. Al atardecer, cuando el sol ya no pesa, los hombres y los jóvenes aparecen en los campos.
El campo de Ifoulou está en la vega del río que discurre al lado del pueblo y en la época de lluvias el agua lo inunda haciendo que desaparezca; la fuerza del agua borra los límites y redistribuye las piedras. Es un campo amplio que casi podría tener las medidas reglamentarias, unos 80m x 45m, el suelo es de piedra menuda y su límite se construye mediante una leve línea de piedras gruesas. Solo se marca el centro del campo y el punto de penalti, no existen otras líneas. Como expresión geométrica es una construcción mínima, que apenas manifiesta la presencia de lo artificial en el paisaje.
El campo de Magadoz es de suelo de tierra, se encuentra entre terrazas de cultivo, su perímetro es irregular y está rodeado de muros. En su interior hay un nogal, un jugador estático que cambia de equipo, que siempre juega con los que tienen el balón. Seguramente los muros perimetrales también juegan. En Magadoz el futbol es un poco distinto. El nogal no se corta, aporta frutos y proporciona sombra, estaba allí antes que el campo de futbol. ¿Por qué cortarlo?
En Imi-ni-Tizgui, un espacio extrañamente despejado se divisa en la lejanía, entre los derrumbes de unas montañas poderosas, con una forma curiosamente artificial que parece más un trapecio y con dos arcos enfrentados, debe ser un campo de futbol. Tiene una fuerte pendiente, en este emplazamiento es importante el cambio de lado a la mitad de partido
Cabe preguntarse por lo necesario y lo esencial. ¿Siguen siendo espacios para jugar al futbol, aunque tengan árboles, no sean rectangulares o su suelo esté inclinado? Hasta qué punto la arquitectura puede reducirse y seguir existiendo. ¿Puede una necesidad o una carencia transformarse en una condición positiva? Estos campos son intervenciones de gran belleza, en su economía, en su árida sutileza y en su respeto por el medio, pero también en su innegable presencia como operaciones artificiales, en las que la geometría debe luchar contra el “desorden” de la naturaleza, pero sin doblegarla. El resultado es un diálogo creativo y poético.
La arquitectura transforma el territorio, lo somete, lo aplana, lo regulariza y lo tritura. El hombre ha desarrollado grandes maquinas que aportan fuerza, que consumen energía y que hacen irreconocible el paisaje. Conseguir trabajar el territorio con modificaciones mínimas es un objetivo deseable. ¿De cuántas transformaciones-obligaciones-necesidades se podría prescindir?
En los países desarrollados un campo de fútbol puede variar en sus dimensiones dentro de unos límites establecidos reglamentariamente, pero los campos de fútbol del Alto Atlas se adentran en el lejano lugar de lo impensable.
Este artículo fue originalmente escrito por el Colectivo ARKRIT, Grupo de Investigación perteneciente al Departamento de Proyectos Arquitectónicos de la ETSAM de Madrid que se dedica al desarrollo de la crítica arquitectónica entendida como fundamento metodológico del proyecto. Lee más de sus artículos aquí.