Hace ya años que la ciudad ha ganado su pulso al campo. La ciudad es sinónimo de vida urbana, de actividad económica y de oferta cultural y comercial, pero no siempre lo es de bienestar o calidad de vida.
Las grandes urbes del sudeste asiático son las ciudades del planeta con mayor ritmo de crecimiento, pero también son las que condensan peores condiciones de vida. Este modelo de crecimiento ilimitado ha situado además el centro de gravedad de la ciudad en su desarrollo económico, olvidando por completo la componente social de la urbe. Si hacemos un recorrido por los centros de todas estas megaurbes, descubriremos una especie de no lugar, de lugar común donde los elementos se repiten copiando un mismo modelo que es el que parece conducir al éxito financiero, pero que por contra ha borrado cualquier rasgo propio de la identidad del lugar. Esa globalizada falta de identidad ha borrado también al sujeto, a la persona, de modo que parecería que las grandes ciudades se encuentran hoy habitadas por marcas y lobbys en lugar de por personas.
El mundo del arte se ha dado cuenta de esta deriva y ya ha comenzado a cuestionarla y criticarla mediante acciones concretas.
A mediados de 2016, el artista alemán Hendrik Beikirch, más conocido por su alias BCE, inauguró en Busan, Corea del Sur, el mayor mural jamás pintado en Asia. La pieza de 95 metros de alto es un retrato de un pescador de 60 años de edad, que contrasta con la crudeza de complejo de rascacielos Haeundae I’Park diseñados por el arquitecto Daniel Libeskind, un complejo financiero que quiere erigirse como el nuevo icono de la ciudad. Libeskind es también el arquitecto responsable de las nuevas torres del World Trace Center en Nueva York, y de hecho el diseño de ambos complejos financieros es similar.