Fue una propuesta poética: a cambio de devolver el archivo de la obra de Luis Barragán a México, la artista Jill Magid ofreció a Federica Zanco, propietaria y archivista de la Barragan Foundation en Suiza, un anillo con un diamante de dos quilates producido a partir de los restos cremados del cuerpo de Barragán.
Con este acto culminó un proyecto artístico que "plantea preguntas esenciales sobre las consecuencias e implicaciones de que un legado cultural se convierta en propiedad privada corporativa", expuesto actualmente en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la UNAM bajo el nombre Una carta siempre llega a su destino.
Recientemente visité la exposición y me encontré a una conocida en la segunda sala, aparentemente confundida por tantas piezas que no eran el afamado y controversial anillo. Me preguntó por él, respondí que también era mi primer visita pero que probablemente estaría en la última sala. Se fue con prisa y sin despedirse. Como es común en el arte contemporáneo, la pieza ha ocasionado fuerte debate, en este caso debido a su origen. Algo también común es que la polémica logre opacar el contenido, pero alguien tiene que decirlo: las cenizas de Luis Barragán no son más importantes que su obra y archivo.
Cuando llegué a la última sala me dio gusto ver el anillo montado sin espectáculo, como una pieza más de las que lo rodeaban. Retomo el tema que explora el proyecto: "las consecuencias e implicaciones de que un legado cultural se convierta en propiedad privada corporativa" y pregunto ¿dónde está la indignación por el hecho de que parte del patrimonio arquitectónico de México se resguarda celosamente en el extranjero?
Se ha hablado mucho de los familiares de Barragán que, desconociendo el proyecto, se escandalizaron al enterarse del resultado. Pero mi intención no es hablar de ellos, ni del anillo, ni de la fe católica que profesaba Luis Barragán y que últimamente ha acaparado los titulares de prensa. Hay que hablar de la Casa Robles Castillo, primer obra formal del arquitecto que ahora es una taquería, y del resto de sus obras semiperdidas en Guadalajara. El verdadero escándalo es que el gobierno mexicano no adquirió y protegió, en su momento, el archivo que ahora lleva el nombre de Barragan sin acento.
Vale la pena preguntar: mientras discutimos la ética detrás de convertir cenizas en diamantes, ¿quién se asegura de que no estamos perdiendo algo más valioso?