Muchos prejuicios y contradicciones rodean la historia de la Cannabis sativa en todo el mundo. Se estima que el cáñamo fue una de las primeras plantas cultivadas por la humanidad. Los arqueólogos han encontrado restos de telas de cáñamo en la antigua Mesopotamia (ahora Irán e Irak) que datan del 8.000 a.C [1]. Existen registros similares en China que documentan el consumo de semillas y aceites de cáñamo, que datan de entre 6 mil y 4 mil años antes de Cristo. A su llegada a Europa, su uso principal fue la fabricación de cuerdas y telas para barcos; incluso las velas y accesorios de los barcos de Cristóbal Colón estaban hechas de este material. Asimismo, los primeros libros –luego de la invención de la imprenta por Gutenberg [2]– y muchas pinturas de Rembrandt y Van Gogh fueron hechas de cáñamo.
La utilización del cáñamo para la construcción civil tampoco es nueva. El hormigón de cáñamo fue descubierto en los pilares de los puentes construidos por los merovingios en el siglo VI, en lo que hoy es Francia. También se sabe que los romanos usaban fibra de cáñamo para reforzar el mortero en sus edificios. Hoy en día, aunque existen barreras legales en muchos países, el uso del cáñamo como material de construcción ha tenido resultados alentadores, con investigaciones que demuestran sus fuertes cualidades termoacústicas y sostenibles. El cáñamo puede dar forma a paneles fibrosos, revestimientos, láminas e incluso ladrillos.
Durante los últimos meses, todos han sentido la importancia de la interacción comunitaria y el bienestar mental. Sin embargo, la necesidad de un sistema de apoyo y una garantía constante ha sido un problema recurrente durante mucho más tiempo para las poblaciones que han sido desplazadas por la fuerza. Además de los temores actuales sobre la salud, estas comunidades, estimadas en casi 70,8 millones (de los cuales solo 25,9 son refugiados) en todo el mundo, luchan con traumas, problemas de salud mental y tienen muchas dificultades para adaptarse a entornos extranjeros temporales o permanentes.