La mañana del último sábado, de los seis que experimenté en el viaje, fue el momento en que me di cuenta que era el principio del fin. Eran las once de la mañana, una hora más de la pactada con Umburubaca, una suerte de patriarca de la comunidad, el más longevo, el único que decía recordar cómo se construyó la más antigua de las viviendas de WeeLewo. Llegó solo, con su paso lento con el que acostumbraba desplazarse, con la espada siempre en la cintura, pero con las manos ocupadas en esta oportunidad. En ellas llevaba tres tipos distintos de ramas, las cuales había seleccionado personalmente para este mágico momento.
Hilter Gonzales
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No todo el mundo se sienta en una silla
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